02 noviembre 2006

Sheldon Vanauken reflexiona

...a raíz de su correspondencia con C.S. Lewis. Y señala lo siguiente:

Estas cartas de Lewis me dieron mucho que pensar y también me asustaron – especialmente el chocante párrafo último -. Yo era todavía incapaz de dar el “salto”. Varias personas oraban por mí y yo consideraba esta actividad con desasosiego y sospecha. Sentía que estaban esperando que algo pasara: me dirigían complacientes miradas inquisitivas cuando nos encontrábamos en la calle. Así mismo, recelaba de cualquier pequeño arrebato sentimental sobre el Señor Jesús y me amonestaba a mí mismo contra el sentimentalismo. Pero ya admitía que había un lugar para la emoción, como para la razón. Escribí en mi cuaderno:

Parece que el cristianismo requiere las dos cosas: un asentamiento emocional y uno intelectual. Si sólo hay emoción, la razón plantea preguntas que, si no se contestan, pueden conducir a errar el camino, porque el amor no puede sostenerse sin comprensión. Por otro lado, hay un vacío que debe cubrirse con la emoción. Si se recela de un acceso de sentimiento que puede ser una fe incipiente, ¿cómo va uno a cruzar el puente?

Mi posición en este punto – al borde ya del sí – era más o menos: Yo tenía mi “segunda perspectiva” del Cristianismo mucho antes de resolverme, he encontrado ¿qué? Ciertamente mucho más de lo que esperaba. Ahora el cristianismo me parecía estimulante intelectualmente, estéticamente apasionante, emocionalmente conmovedor. Me había medio enamorado de Jesús; suspiraba por Él y deseaba caer de rodillas ante Él. Como la mujer de Graham Green, que llegó a la fe como cuando uno se enamora, yo me estaba enamorando, pero mi cabeza desconfiaba: Algo dentro de mí me seguía diciendo: “¡No te rindas! ¡Conserva la cabeza! ¡Por muy delicioso y consolador que sea, no des tu brazo a torcer!”.

La Iglesia ya no me parecía un montón de sectas en lucha que la deshonraran: Ahora veía a la Iglesia espléndida y terrible, atravesando los siglos con sus himnos y sus cruces brillantes, con la mirada firme de los santos. La fe ya no era cosa de niños; había personas inteligentes que la guardaban con fortaleza, caminando al son de un canto secreto que yo no podía oír. ¿O sí que oía algo, irresistiblemente dulce, alto y claro? Una persona querida que me había acompañado estando fuera de la fe, de pronto, al pasar por una habitación, quedó arrebatada por aquel canto, a la compañía de los fieles. Me había quedado solo y, enfadado, me sentí traicionado. Si yo no podía avanzar, tampoco los demás deberían. El cristianismo me parecía probable; todo giraba en torno a Jesús: ¿Era El, de veras, Cristo, el Señor? ¿Era Él “Dios de Dios”? Ahí estaba el meollo del asunto. La pretendida prueba era la de la Resurrección; el creer que Cristo resucitó de entre los muertos, bien lo sabía, había sido lo que convenció a los primeros cristianos. Y yo veía con claridad que en realidad sólo había tres posibilidades: O los apóstoles inventaron la historia después de la crucifixión; o el propio Jesús se inventó la pretensión de su divinidad y lo demás era un sueño de los otros; o era precisamente una verdad fehaciente. Yo ya había superado la ingenua creencia de que la ciencia moderna ha demostrado la imposibilidad de que sucedan milagros o que la ciencia, en lo que se refiere a la naturaleza no podía decir nada en absoluto sobre la posible intervención de la Sobrenaturaleza. La Encarnación y la Resurrección pueden ser verdad. Es simplemente una cuestión de evidencia, y el hecho de que yo en concreto nunca haya visto un milagro no implica que no pueda haber milagros en la ocasión suprema de la historia. Parece extremadamente improbable que los apóstoles hayan maquinado esta historia: Los Evangelios suenan a sinceros y, además, la gente no muere proclamando en su último aliento lo que saben que es mentira, especialmente cuando podían salvar sus vidas negándolo. Muchos de estos hombres habían sido ejecutados de un modo desagradable y, de haberse retractado, la fama de su negación habría corrido como la pólvora. E, igualmente, no me entraba en la cabeza que el propio Jesús se hubiera engañado: un hombre que va perdonando los pecados, diciendo haber existido desde toda la eternidad [antes de que Abraham existiese, era Yo], proclamando que cualquiera que le hubiera visto a Él (nótese que no sugirió modestamente que la divinidad estuviera en cada uno al decir que hubiera visto allí al viejo Pedro) había visto al Padre. Un hombre así no se engaña: o es un perturbado, un megalomaníaco más bien horrible, o está diciendo la verdad. Y yo no me creía que un lunático hubiera pronunciado el Sermón de la Montaña o las parábolas. Me quedaba la tercera opción. No era un imposible; era lo único posible; pero de una magnitud excesiva para comprenderse. Sabía que se trataba de una probabilidad razonable; sospechaba que era verdad. Vislumbraba que todos aquellos anhelos sin nombre que había sentido, cuando las últimas luces otoñales ardían al crepúsculo, cuando los gansos salvajes graznaban en sus vuelos nocturnos, cuando la primavera asomaba por una mañana de abril, en realidad eran ansias de Dios.

Pero la sospecha no es certeza. Todavía quedaba un vacío entre lo probable y lo probado; si iba a aposta toda mi vida por Cristo Resucitado, quería letras de fuego a lo largo del cielo. No las tuve. Y esperé.

Una noche, leyendo, profundamente removido, la tremenda obra de Dorothy Sayers El hombre nacido para ser rey, me impresionó la trascendencia de la respuesta a una pregunta de Jesús sobre la fe: “Señor, yo creo: pero ayuda a mi incredulidad”. Qué contradicción. Una paradoja. Pero ¿podría ser la clave para aquella otra paradoja: “uno debe tener fe para creer, pero debe creer para tener fe”? ¿Una paradoja soluciona otra paradoja? Sentí que sí; y también comprendí que éste constituía un “punto de partida importante”.

Un día después vino el segundo “punto de partida” intelectual: la espeluznante consideración de que no podía dar marcha atrás. En mi antiguo y fácil teísmo, había tenido el cristianismo por una especie de cuento de hadas y ni aceptaba ni rechazaba a Cristo, porque tampoco me había encontrado con Él. Pero ahora sí. No era, como había pensado cómodamente, una mera cuestión de aceptarlo o no. Ahora se trataba de aceptarlo - ¡o rechazarlo! ¡Dios mío! También había un vacío detrás de mí. Quizá el salto al sí me aterrorizaba, pero ¿y el salto a la negación? Podía no haber certeza de que Cristo fuera Dios, pero, ¡santo cielo! ¡tampoco la certeza de que no lo fuera! Si le aceptaba, probablemente, tendría que enfrentarme a este pensamiento durante años: “Quizá, después de todo, es mentira; me la han jugado”. Pero si lo rechazaba, sin duda alguna me atormentaría un pensamiento terrible: “Quizá es verdad: ¡y yo he rechazado a mi Dios!”.


Mañana, Sheldon ya no aguanta más.

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