08 noviembre 2006

Sheldon Vanauken es recibido en la Iglesia Católica

Sheldon remata su relato con esta coda:

EPÍLOGO

Encuentro con la Luz se escribió en 1961, no mucho después de salir de Oxford. “El hueco” – uno de los seis sonetos de Oxford – se escribió incluso antes. Con una cuidadosa crítica de los seis, dos de los cuales son en honor de Nuestra Señora, María, cualquiera que no conociera su procedencia, habría supuesto que fueran de un católico. Un inteligente crítico, al leer los seis, dos de los cuales honraban a nuestra Señora María, dijo que si no conociera lo contrario, habría supuesto que estaban escritos por un católico. Y de hecho, una vez que resolví el problema de Jesús -¿es Cristo Dios?- con un firme Sí, la cuestión de Roma- ¿es la Iglesia Católica la Iglesia? Se me presentaba exigiendo una respuesta. Había sido atraído hacia Cristo por las “agujas de ensueño” de Oxford, que testificaban la fe que las había levantado; pero yo sabía, también, que aquella fe era la fe Católica. Me atraía y tuve mis dudas, a pesar de mi mentor C. S. Lewis, de la validez de la iglesia anglicana y de su “desnudo cristianismo”. Una vez, en una iglesia Católica de Francia, me arrodillé ante el comulgatorio y recibí la Hostia – Dios en manos de un arrugado sacerdote francés – sintiendo que por fin ahora estaba comiendo de verdad el Cuerpo de Cristo.

En el mejor de los casos, el Protestantismo conserva la concepción católica de Cristo y del Dios Trinitario, pero lo que se ha perdido es todo entendimiento del sentido de Su Iglesia. Yo, sin embargo, habiendo llegado recientemente al cristianismo desde el paganismo, no estaba cargado de los fuertes prejuicios protestantes y podía captar el sentido de la Iglesia. Pero mi entrada en ella iba a aplazarse. Primero me pilló la enfermedad y muerte de aquella “única persona querida”, mi esposa, y el dolor subsiguiente (que ha contado en mi libro, Una misericordia severa) y luego me cogió la salvaje tormenta de los años sesenta. Pasaron muchos años. Y entonces, Dios (según he relatado en Bajo la misericordia) me dio un tirón para que volviera a Él. Recuperé la Obediencia. Y la cuestión de Roma vino por su propio pie. Sin embargo, ahora, el panorama religioso era muy distinto. Se había celebrado el Vaticano II. El “aliento de aire fresco” en la Iglesia se había convertido en un destructivo vendaval de rebelión. Muchos católicos, inclusive, sorprendentemente, sacerdotes y monjas, eran incapaces de comprender la distinción vital entre la disciplina y la doctrina. La disciplina (el uso del Latín, el pescado de los viernes, la comunión en cierta forma) puede cambiarse; la doctrina (la Resurrección de los cuerpos, el sacerdocio de los varones, el asesinato de niños no nacidos) nunca puede cambiarse.

Además, el Modernismo – que es esencialmente la negación de lo sobrenatural -, que había afligido largo tiempo al Protestantismo, renacía entre los teólogos Católicos. Pero había una diferencia. Cuando me fijé en mi propia denominación Episcopaliana, me pareció que estaba decayendo en lo principal y, cuando miré a la Iglesia católica, vi que el centro sostenía a lo demás, era como una roca: la firmeza del Magisterio y la fe que irradiaba de un gran Papa. De pronto, vi que le Magisterio era la marca esencial de la Iglesia Católica, sin la que la Iglesia caería en el caos protestante. Si un documento relativamente sencillo como la Constitución de USA precisa de un Consejo Supremo como ”magisterio” para interpretarlo, cuánto más la complejidad de la Biblia y la Tradición necesita la autoridad doctrinal del Magisterio y la Cátedra de Pedro.

Ser capaces de ver esto con claridad es quizá una de las grandes ventajas de aquellos que vienen a la Iglesia Católica al ver desde lejos ven lo esencial. El juicio más caritativo acerca de los teólogos que intentan debilitar o suplantar el Magisterio es que ya no ven el bosque por que se lo impiden los árboles.

Y al advertir esto (el Magisterio como la marca esencial de la Iglesia), ya era un católico intelectualmente. Pero no sólo temía ligeramente al catolicismo en un nivel de parroquia (¿estaría lleno de individuos de IRA o de la Mafia?), sino que me mantenía en mi sitio un amor triste hacia mi decadente anglicanismo. Amaba su estilo y la belleza de la liturgia tradicional. ¿Cómo abandonar la iglesia en que reposaban las cenizas de mi esposa? Y mis amigos. ¿Cómo podría convertirme en un papista? Aun considerando que la Iglesia Católica era mi verdadera madre y la anglicana mi madrastra, ésta me había nutrido y la quería entrañablemente. Hasta me dije: “Mi cabeza dice que vaya, pero mi corazón dice que me quedé”.

Aún tenía que decidirme. En mi frigorífico hay un trozo de póster amarillo que dice: “No decidir es decidir”. Sabía que tenía que tomar una determinación, no “decidir por la corriente”. En Oxford, me movió a aceptar a Cristo el darme cuenta que no podía rechazarle. “Y ahora, ¿podía rechazar a la Iglesia Católica? No. Por lo tanto, era católico.

Mi resolución me dejó triste y deprimido, porque había de abandonar mi iglesia anglicana, la de St. Stephen. No obstante, debía hacerlo. Debía acudir a mi antiguo amigo y confesor en Oxford, el Padre Julian Stead, OSB, de Portsmouth Abbey, en Rhode Island. A lo largo de todos aquellos años había contestado, pacientemente, a mis preguntas sobre el catolicismo, sin urgirme nunca a convertirme. Ahora me dijo algo que me sobrecogió. Había rezado, día tras día, durante veinticinco años, para que encontrara el camino a la Iglesia. Ya estaba.

En la Abadía, el día de la fiesta de la Asunción, con Peter Kreeft como mi padrino, fui acogido en el seno de la Iglesia por el Padre Julian y confirmado por el Obispo Ansgar Nelson, OSB.

De vuelta a Virginia, me dirigí a la iglesia de la Santa Cruz y descubrí que mi párroco, el Padre Anthony Warner, era una bendición. Después de mi primera y muy significativa Misa allí, en la que participé con gran recogimiento, decidí ir por última vez a la de St. Stephen para contarle a la gente lo que había y despedirme. Y entonces, de pronto, reparé en lo que me había quedado oculto en mi decisión de tres semanas antes. No existía ninguna razón por la que, sin dejar de ir a Misa, no pudiera seguir yendo a la iglesia de St. Stephen, al menos a maitines (la oración de la mañana), como católico. Como si fuera un licenciado del anglicanismo. Todo el mundo de allí, incluido el párroco, parecía encantado con que no les hubiera abandonado por completo. Pero ahora me parece, recordando el período de oscuridad entre mi resolución y mi admisión, que tenía primero que optar por dejar “padre y madre” o, al menos, a la madrastra, antes de que se me devolviera de otra forma.

Los cinco años que llevo en la Iglesia me han hecho ahondar en la vida y sacramentos de la Iglesia. Como escritor me he visto imbuido en el mundo del pensamiento católico y en la amistad con otros escritores católicos. Y estos años, desde que vine (o me trajo Dios Espíritu Santo) me han confirmado en la creencia de que la Iglesia Católica es, de verdad, la Iglesia de Cristo.


Espero que os haya gustado. Yo hacía tiempo que no lo leía y me ha entusiamado tanto como la primera vez.

07 noviembre 2006

Sheldon Vanauken, del protestantismo al catolicismo

Continúa diciendo:

En este punto fue cuando me vino a la mente un comentario casual de hacía tiempo, cuando, en Oxford, un amigo que volvía de una larga estancia en Italia me contó con una sonrisa: “Todos los curas rurales de Italia creen con bastante seguridad que el Protestantismo está muriendo”. “Mira”, dicen, “mira el crecimiento del materialismo y el debilitamiento de la fe en Inglaterra y América; no se preocupan más que de enriquecerse. La religión se les muere. Es el sarmiento cortado de la Verdadera Vid, que se agosta. En uno o dos siglos habrá desaparecido, ¿y qué son un siglo o dos para la Iglesia?”. Nos habíamos reído y deseado que aquellos sacerdotes italianos hubieran visto la iglesia de San Ebón. Pero ahora ya no me hacía gracia. Empecé a pensar seriamente en la Madre Iglesia y a plantearme la cuestión que todo cristiano debería preguntarse alguna vez: es aquella enorme Iglesia, tan llena de fe y doctrina, tan llena de variedad excepto en la recia, inmutable fe, ¿es esta, después de todo LA Iglesia? ¿La Vid Verdadera? La pregunta, en síntesis, viene a ser: ¿Qué es la Iglesia? ¿Es la propia Iglesia Católica Romana, incluidos los fieles que están fuera, la Iglesia? ¿O es la “iglesia invisible” – la bienaventurada compañía de todos los fieles? ¿O hay una tercera respuesta? No lo sé, todavía no lo sé, aunque he estudiado y hablado con sacerdotes y monjas y pastores. No es el propósito de este escrito analizar la cuestión, pero admití que, una vez que la primera cuestión - ¿es Cristo Dios? – había sido respondida afirmativamente, debía encararme con la siguiente pregunta formulada por la existencia en la historia y la afirmación invariable de la Iglesia Católica.

Mientras tanto, fui descubriendo gradualmente a unos cuantos cristianos que me animaron. Una chica vino a mi casa a discutir acerca de un comentario mío casual sobre el cristianismo; volvió con un amigo y, no mucho después, se formó un grupo que discutía sobre el cristianismo: algunos de ellos eran cristianos o se convirtieron al cristianismo; a veces había reunido un pedazo de Iglesia: dos o tres reunidos en Su nombre. Mi parroquia, aunque luchaba con energía por una vida cristiana, era al menos un hermoso lugar, enriquecido, a pesar de sí mismo, por la inalterable fuerza e importancia de la liturgia; y en su altar uno recibía el Santo Sacramento. Yo sentía que esto era esencial: la Santa Eucaristía celebrada por un sacerdote ordenado por un obispo apostólico (la inquebrantable cadena de la imposición de las manos desde los Doce, tan parecida y tan distinta de aquella otra cadena, tampoco rota, de creyentes a través de la cual yo había recibido la fe). No niego que otros ritos de la comunión no otorguen gracia a los que comulgan: Dios puede limitarme, pero yo no puedo, seguramente, limitarlo a Él. Así que me aferré al Sacramento. Y pasaron los años: el grupo estudiantil, la oración, los sacramentos.

Entonces un domingo por la mañana, mi hija – en Cristo, otro eslabón de la interminable cadena, de ella a mí de mí a C. S. Lewis y de él a George McDonald y luego al que sea, hasta el propio Cristo – me llevó a comer al Hostal de los Pescadores, una cafetería llevada por la comunidad cristiana de la pequeña Iglesia ecuménica de la Alianza y allí estuvimos toda la tarde, una tarde de animada charla sobre la vida en Cristo. Gente a quien le interesaba inmensamente Cristo. Gente que caminaba a ese canto secreto. El Espíritu Santo flotando por la habitación “con cálido aliento y con, ¡ah! brillantes alas”. Era como volver a casa.


EL VACIO

¿Vivió Jesús? ¿Y pronunció realmente
las ardientes palabras que borran el miedo a la muerte?

¿Y son verdad? Esto es lo decisivo, aquí
la Iglesia debe mantenerse o caer. Cristo nos importa.

Todo lo demás sobra: el Diluvio, el Día
del Edén, el nacimiento virginal - ¡Es lo de menos!.

La Cuestión es: ¡Dios nos envió al Hijo
Encarnado, que pregona Amor! ¡Amor es el Camino!

Entre lo más probable y lo probado se abre
un vacío. Con miedo a saltar, nos detenemos desconcertados,
y vemos detrás de nosotros hundirse la tierra y, lo que es peor,
nuestro punto de vista se desmorona. Desesperada surge
nuestra única esperanza: arrojarse en la Palabra
que abre el universo cerrado.


Mañana, el epílogo de esta larga (y esperemos que no muy pesada) serie, donde Sheldon se bautiza. Se admiten apuestas acerca de quién será su padrino de bautizo. Una pista: ha escrito sobre Tolkien.

06 noviembre 2006

Sheldon Vanauken duda

No le vale una fe "descafeinada". Escribe:

Al principio tuve una seguridad y certeza sorprendentes, a pesar de las dudas que me habían estado acosando durante tanto tiempo. Pienso que a uno se le da una gracia especial – el gozo y la seguridad – en los comienzos. Después de que uno ha elegido, aunque tímidamente, le envuelve a uno una capa deslumbrante de gracia, durante una temporada. Hasta que el Cristiano recién nacido aprende a sostenerse en pie y a andar un poquito. No obstante, el contraataque llegó. Y escribí en mi diario:

“Cuarenta días después: Tomada la decisión, uno empieza a actuar según ella. Se reza, se va a la iglesia, se hace una primera comunión increíblemente significativa. Uno intenta repensar todo lo que siempre ha pensado a esta nueva Luz. Uno trata de someter el yo: hacer la señal de la Cruz, tachar el “ego” y seguir a Cristo, con algo menos que éxito brillante. C. S. Lewis profetiza el contraataque del enemigo y, como siempre, tiene razón. Los sentimientos se encrespan gritando que son mentiras, que todo es mentira, el duro pavimento bajo los talones, el esplendor del árbol en mayo son las únicas realidades. Entonces uno recuerda que la Elección estaba basada en la razón, en el peso de la evidencia, y se fortalece. Pero eso no es todo. No sólo puede salirse al paso de las dudas, no sólo van mejor las oraciones, sino que las dudas vienen con menos frecuencia y, cuando lo hacen, a menudo se encuentran con un arranque de inexplicable confianza en que la Elección fue acertada. Nosotros estamos ganando”.

Por la gracia de Dios, estaba rodeado de amigos cristianos muy afianzados en su fe, incluido Lewis, que llegó a ser un gran amigo. Además, la iglesia anglicana de San Ebón era una iglesia que estaba llena del Espíritu Santo. Por entonces daba por supuesto que había de ser así, y también daba por supuesto que no había ninguna iglesia menos llena del Espíritu. A todas luces mi fuerza y mi apoyo residían en la fe firme y viva de aquella iglesia.

Estaba dividida, informalmente, en pequeñas células cristianas; mis amigos de la Universidad y yo constituíamos una célula, que incluía a otros cristianos, como el monje benedictino. Durante dos años apenas hubo una tarde que antes o después no nos reuniéramos unos cuantos del grupo para leer poesía cristiana, estudiar la Biblia y, sobre todo, hablar: sosteníamos vivaces conversaciones hasta altas horas de la noche sobre cualquier aspecto de la fe y las relaciones de la fe con otras cosas. Venían también no cristianos, y algunos de ellos se convirtieron.

Pero llegó el momento en que, uno por uno, nos fuimos marchando de la Universidad, a Londres y Devonshire, a África y Canadá, a Indiana y Virginia. Recordaba Lynchburg como una ciudad llena de iglesias (quizá no todas igual de venerables y bonitas, pero lo que importaba era el Espíritu Santo) y donde había una iglesia, estaría, naturalmente, el Espíritu Santo y la vida cristiana estaría fuertemente centrada en Cristo. Habría en ellas una búsqueda constante y viva del sentido de la vida según Cristo. Para ser sincero, yo no había notado, de hecho, la vida cristiana intensa que, sin duda, se desarrollaba a mi alrededor cuando había estado en Lynchburg, pero por aquel entonces no era cristiano. Ahora todo sería distinto.

No fue tanto como yo esperaba de Lynchburg. Había iglesias, verdad; y todo el mundo iba allí, pero ¿dónde se manifestaba la vida cristiana? Mi parroquia y cuantas iglesias visité estaban como muertas para Cristo. Habría cristianos, no lo dudo. Pero yo no los encontré. A la mayoría de la gente con la que hablaba le interesaba más el éxito del Club o el radicalismo de las ideas raciales del obispo o el dinero o la posición de los fieles, pero nadie hablaba de Cristo. Uno sentía como si fuera de mal gusto hablar de Él o sugerir que la iglesia había de ser algo más que un club social o un símbolo de respetabilidad. Sin duda que allí se encontraba Cristo, en algún lugar, pero también, demasiado, estaba en el mundo.

Para mayor decepción, en otros círculos, la fe descafeinada llegaba a poco más que un simple respeto por (algunos de) los preceptos morales de Jesús. “Sí”, decían estos no-creyentes que se autodenominaban cristianos, “Sí, Jesús era el Hijo divino de Dios; así que todos nosotros somos Hijos divinos de Dios. Por supuesto que hubo una encarnación; cada uno de nosotros es la encarnación de Dios. Si San Juan o San Pablo insinúan otra cosa, no hay que creerles. Milagros: bueno, no, es que sabemos que Dios no obra de ese modo. No hubo Resurrección, excepto en un cierto sentido muy, muy espiritual, pensaran lo que pensasen aquellos ingenuos apóstoles. Por supuesto que somos cristianos (aunque el budismo y el Islam y todas las religiones excepto la Iglesia Católica son igualmente dignas). ¿Verdad?, ¿y qué es la verdad? ¿Qué tiene que ver la verdad con esto? Uno es cristiano cuando sigue las partes más razonables del Sermón de la Montaña, cuando se es una buena persona. Un cristiano es un explorador que nunca debe encontrar, o deja de ser explorador”.


Todo esto deprimía y decepcionaba a alguien que creía en la antigua Fe cristiana. Todo esto estaba tan lejos como del vino tinto fuerte de la Fe, el té frío. La Fe, como “el alcohol” (el nombre local del divino y encantador vino de Caná), era demasiado fuerte: el vino debía volverse zumo de uva en un antimilagro y la Fe desencarnarse. Lo que quedaba no tenía nada en común con el Cristo que yo había encontrado, excepto un grupo de palabras - y éstas tenían significados diferentes. En otras épocas la gente que no creía en el cristianismo (y, como se sabe, esto lleva consigo alguna creencia) se habían llamado Deístas o Unitarios, no Cristianos; pero esta gente, por razones que yo no lograba entender, pretendía reducir la Fe a una moralidad laxa, que ellos y, en realidad, cualquiera que no fuera un canalla, habría asumido, y llamaban a esta religión aguada Fe cristiana.

Como veremos mañana, la fe protestante no es suficiente para Sheldon.